
Luego de terribles viajes y de arrancar el corazón de los hombres, me encontré con el último de todos ellos, tenía que ser el último unicornio el que viniera hasta María Patakí, ahora que se ha rellenado el cuerpo con algodón:

Dejó el último beso en la entrepierna de Helena. Rozó con la lengua la cuenca de su único ojo sano, y la niña que enjaulaba a los grillos lamió de su mejilla el sobrante de las lágrimas que se comió.
La tuerta Helena la persiguió enloquecida. Le había pedido que se quedará para siempre con ella y según testimoniaron las arañas, la niña rió hasta que la tuerta cayó terriblemente dormida. Los caracoles impulsaron la isla flotante en la que partió la fugitiva y nadie, en el norte o en el sur, volvió a saber de ella.
Que nunca hubiera sido encontrada sólo provocó que, en los puertos y posadas donde Helena le buscó con daga en mano, la gente comenzara a pensar en otras cosas: cacería de ballenas, planetas parlantes y peces melancólicos, lo que contribuyó sobremanera en que fuera olvidada la niña que enjaulaba a los grillos y con ello la tuerta Helena se sacó el otro ojo para terminar de hundirse en las sombras.
II
Pasaron trescientos ciclos de Tynma y los caracoles regresaron a la tierra todas las islas. La ciega Helena contaba los ojos en su entrepierna y su larga lengua dio caza a todos los grillos sobre la tierra. La niña enjaulada gritaba enloquecida y advertía a Helena que si no la alimentaba con llanto pronto moriría de hambre.
-Si te dejo morir dejaré de perseguirte eternamente- le contestaba Helena una y otra vez, y todas las arañas en el mundo reían hasta dejar dormidos a los hombres.
La ciega Helena peinaba sus cabellos con barbas de ballena y confesaba a los peces que hacía mucho que ella no podía llorar, pero que su terrible amor por la niña enjaulada era capaz de conmover el castigo de los planetas y las estrellas.
III
Un día en que las trescientas islas de Tynma huyeron del sol, los caracoles volvieron a la tierra. La ciega Helena escuchaba el canto de los grillos y la niña le lavaba devotamente sus blancos pies.
-Levanta tu velo bella Helena, quiero besarte- las arañas murmuraban sobre la petición de la niña mientras tejían enloquecidas su futura mortaja. Sabía que pronto moriría, al encontrar el verdadero amor dejó de tomar su único alimento y ahora estaba a punto de entregarse a la última forma durmiente.
La ciega Helena descubrió por primera vez el rostro ante su amada. La niña que enjaulaba a los grillos vio las cuencas de aquél rostro venerado: no estaban vacías, los planetas se asomaban cuidadosos de que ningún otro mortal los viese espiando el mundo. La niña comprendió, de ese modo, lo que peces y ballenas le escondieron sobre su destino: y es que huiría eternamente hasta desear a la mujer que no podía llorar.

