La Casa de Abigail

viernes, 14 de noviembre de 2008
Con la primera venta del día se persignó después de veinte años. El viejo Holofernes había dejado de hacerlo más por la falta de pretexto que por extravío de verdadera devoción. Su difunta esposa le había enseñado a bendecir cualquier tipo de ganancia diaria y a nunca dejar pasar los rituales que influían en la providencia de benévolos dones. Sintiéndose obligado a ejecutar la señal de la cruz a favor de adorados recuerdos, Holofernes besó las monedas asumiendo que podría quedarse otros veinte años afuera de su juguetería, sentado ahí en una astillosa silla mientras que con ayuda de su pierna izquierda se columpiaría de espaldas a la montaña de la Egipcíaca, esperando resignado la siguiente gracia de su Dios.
Fue cuando su amada Abigail todavía no recibía la extremaunción, que los clientes comenzaron a percibirse asqueados de tan sólo ver las céreas muñecas que aguantaban las miradas con sus absurdos ojos de vidrio. Al poco tiempo dejaron de visitar la tienda también aquellos que, sin haber podido nunca comprar una de esas maravillosas piezas, se contentaban con las estáticas escenas que Abigail arreglaba para el mostrador: las muñecas tomando el té en una magnífica sala de miniaturas o las muñecas durmiendo en preciosos lechos bordados, descansando finalmente de la melancólica vigilia a la que Saturno las había confinado. Los hechos demostraban que conforme Abigail moría, la tienda perdía su encanto, y el encanto también se diluía hasta para el propio Holofernes.
Como un sueño que ha terminado de contarse, se hizo evidente la insoportable semejanza que cada muñeca tenía con Abigail. Pero el quiebre del negocio y la abominable obra que sin percatarse había creado, no impidió que el viejo juguetero abriera todos los días, en el horario firmemente acordado. El plástico fue el único que aguantó el polvo de todos esos años. En traslúcidas bolsas, Holofernes cobijó a cada una de sus criaturas. Todas aquellas figuras que inamovibles perpetuaban un instante de vida, fueron recostadas con la delicadeza que aún quedaba merecerles. Adónde quiera que la artificial Abigail hubiera dirigido su mirada, había cerrado sus ojos para siempre.
El nuevo cliente había sido un niño llamado Alejo. Holofernes le había descubierto en el suelo de su tienda contemplando expectante el curso de un pequeño caracol.

-Dicen que esas muñecas se llevaron la vida de tu mujer- dijo el niño sin dejar de mirar al animal.

-Nadie nunca ha dicho eso.- Contestó el anciano indiferente, acostumbrado a ser molestado por todos los jóvenes que rondaban por ahí.
-Dicen que esas muñecas se salen de sus bolsas por las noches y se asoman por la ventana a mirar la montaña. Dicen que la miran tal y como la Egipcíaca nos mira a todos nosotros.
-Tampoco he escuchado semejante tontería.
-Tu no quieres ver la montaña, ¡esa es la razón por la que estás tan sordo!- Luego de que el niño soltó una carcajada se siguió arrastrando juguetón, embelesado por el dibujo de la baba del caracol.
-Deja a ese caracol, es lento. El cochecito puede ser más divertido y podrás alejarte más rápido de aquí.
-No puedo irme hasta que la veas...

-¡¿Ver qué?! Qué, qué ¡Qué quieres! No sabes lo poco que siento por la ausencia de Abigail y encima aguantar que todos se burlen de eso...
-Yo creo que no te sentirías solo si por primera vez, después de su muerte, miraras a la Egipcíaca, miraras hacia donde Abigail no ha dejado de mirar.

Holofernes se comenzaba a sentir extraño con la presencia de el niño. Inequívocamente reconocía que Alejo tenía razón. Había algo artificial en sus ojos que le recordaba a la difunta Abigail. Algo que le provocó dibujar una sonrisa y a concebir el esbozo de una esperanza: la magia regresaba a su tienda.
-Miraré, Alejo.
El viejo volteó su silla y la majestuosa Egipcíaca se cubría de atardecer. Grandes planes. Reinauguraría la tienda y trabajaría de nuevo en su taller. Tenía que hacer algunas mejoras al local: pintar, limpiar, fumigar si era preciso. El nombre. En todo el pueblo volvería a ser famosa "La Casa de Abigail". Tal vez necesitaría empleados. Una fina mano que ayudará con la confección de la ropa. Quizá Alejo, el niño responsable de esta alegría, se hiciera su aprendiz. No volverían otros veinte años tan tristes como los ya cumplidos.
Alejo se había escurrido rápidamente en cuanto el viejo su silla viró. Es probable que el caracol hubiera sido aplastado en la huida. A la vuelta de la esquina el niño cobraba el premio de su apuesta a un par de chicos algo mayores que él. Entre carcajadas los tres discretos espiaban a Holofernes que daba el rostro a la montaña, columpiándose en la silla con ayuda de su pierna izquierda, sin dejar de sonreír.